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martes, 19 de agosto de 2014

Y la aguja sigue girando...

May I speak about you dead?
May I speak while your chest is still warm?
May we tell jokes about
what you will find?
 -Darkness, old gods, dreams or silence.


Me acerqué al cristal hasta rozarlo con el flequillo.

-Ves, está bien.- me susurró mi madre desde detrás. –Está durmiendo, ahora está tranquila, está mejor. –apoyó una mano en mi hombro y me acarició. La aparté con brusquedad y lo observé.

Era un baúl alargado con un brillo antiguo. La madera, marrón oscuro tenía numerosas vetas que la recorrían de arriba abajo, rodeando la cruz dorada a la altura del pecho. A cada lado había dos argollas, también doradas. Dos leones de aspecto fiero las sujetaban. Sin poder evitarlo, admiré el tallado y el pulido. Era un ataúd precioso. Y dentro estaba mi abuela.



Un torrente de recuerdos pasó por delante de mis ojos, sin poderme fijar en ninguno de ellos, antes de volver a contemplar ese baúl brillante, iluminado por dos cirios blancos. Nuevamente lo perdí de vista en un millar de imágenes consecutivas, que veía sin ver, una corriente de agua infinita que se llevaba las burbujas de aire de mis pulmones, relucientes con la luz del Sol.

En el lapso de un segundo observé a mi abuela desde una altura menor, acariciando a un gato de rayas grises y negras, dibujé una nube con forma de cocodrilo y se la di a mi abuelo, con una manita minúscula y temblorosa; quien la cogió y sonrió, ajeno a una mancha negra que aparecía y desaparecía de su cuello… pero ya no estaba allí y hacía tiempo que me había ido.

Recordé la tejedora manual de su casa con esa aguja que subía y bajaba al pulsar un pedal, y la mueca de dolor de mi hermano cuando le atravesó el dedo, y la mirada asustada de mi abuela al abrazarle e intentar calmarle; los gruñidos de las tuberías del baño quejándose por la noche y la similitud con su voz al preguntarme cómo me encontraba apenas unos meses atrás, con sonidos entrecortados que parecían provenir de las profundidades de la tierra; sus ojos, vacíos como los de una muñeca que a veces volvían a brillar, nos sonreían y se alegraban con vernos crecer, al tiempo que su rostro perdía la movilidad y se transformaba en una escultura de piedra, como ocurrió con sus piernas y después con sus brazos, y ahora también con su alma.

Y en el lapso de un segundo, mis ojos húmedos recorrieron el contorno de un ataúd mientras alguien me acariciaba los hombros y la espalda, y susurraba:

-Tranquilo, ahora está bien. No ha sufrido, está bien.







-¿Cuándo murió?

Seguía ahí. No me había desvanecido, el tiempo no había dejado de fluir, y seguían llegando personas al velatorio a dar el pésame y despedirse de sus restos mortales.

Durante minutos había estado absorto contemplando el suelo sin ninguna razón en especial, distraído con una hilera de hormigas que descubrían el espacio entre las baldosas, y pensando, en todo y en nada, en el viaje que haríamos en el verano, en los deberes que quedaban para la siguiente semana, a los funerales a los que había asistido en mi vida, y las veces que deseamos que el tiempo deje de fluir y todas las veces que no lo ha hecho.

¿Desean las hormigas que el tiempo se detenga cuando sus compañeras son pisoteadas por los niños crueles? ¿Lo desean casi tanto como nosotros? Y aunque fuera así, ¿sería un símbolo de humanidad o una prueba de nuestra diferencia?

¿Cómo reaccionaríamos si el mundo se detuviese y haciendo cola en la entrada del reino de los dioses y de los muertos nos explicasen que lo había deseado una hormiga? ¿Cómo reaccionarían ellas si ocurriera lo mismo con un deseo nuestro? Me gustaría creer en un pensamiento egoísta y pensar que se apilarían unas con otras en las cavidades y nos dejaran festejar con nuestros antepasados por toda la eternidad, pero algo me dice que no sería así. No, no sería justo.





Los segundos se evaporaron con la rapidez del rocío de la mañana y las horas se desvanecieron como la luz cuando una nube se interpone entre los astros y la tierra.

-¿Quieres ir a verla?- me preguntó Adriana.

Me giré lentamente y dirigí la mirada hacia su rostro, y supe por cómo abrió sus ojos que los míos no parecían tener vida. Vacíos de brillo, la atravesaban mientras contemplaba el infinito.

-Voy a despedirme de ella.- le dije sin ninguna emoción en la voz.

Esta vez conseguí que mis pies funcionasen correctamente y avancé hasta el ataúd abierto. Mi madre y mis tías se abrazaban y acariciaban con ternura el cuerpo mientras lloraban en silencio. Entre sus brazos sobresalían mechones de pelo, teñido de castaño rojizo pocos días atrás.

A través del cristal que cubría una pared vi al resto de familiares lejanos y amigos que habían venido a dar apoyo. Algunos estaban sentados alrededor de la mesa, en los mismos sitios en los que minutos antes de la despedida habían contado bromas y memorias graciosas. Ahora contemplaban solemnemente el suelo en señal de respeto. Uno de los primos no pudo aguantar más la tristeza y la desesperación que emanaba del cristal y salió del velatorio con un cigarro tembloroso en los labios.

Recuerdo que se me ocurrió un pensamiento absurdo mientras les observaba a todos, vestidos todos con ropas oscuras, salvo mi hermano, con una camisa de cuadros claros y pantalones cortos, como si se fuese a la piscina. Este cristal separaba dos momentos distintos, uno de tristeza y otro de resignación, que casualmente coincidían en el mismo lugar, pero (la actitud que se suele tener al ver una desgracia por televisión) que no tenían por qué haberlo hecho.

¿Cuál era la diferencia de ver a una persona que es querida por otros, por amigos, por compañeros, por ciudadanos; muerta tras un cristal que muerta tras la pantalla del televisor del salón? ¿Es el hecho de que no lo sentimos en nuestras carnes, no sentimos como nos desgarra un sentimiento de resignación, de tristeza, al saber en nuestro que no volveremos a verla, mientras que nos decimos, nos hacemos creer, creemos que en otro lugar, después de la muerte, volveremos a verla y todo será mejor? Pero si consideramos esa pregunta como la misma respuesta a esa misma pregunta, entonces omitimos la pregunta más importante de todas, ¿qué define a un ser humano? Dejando aparte toda especulación religiosa y racional podemos decir que es la capacidad de sentir, la capacidad de amar, la capacidad de expresar emociones y sentimientos a otros, y de ser respondido. Entonces, ¿no somos menos humanos por volvernos insensibles ante el dolor ajeno?



Sumido en estos pensamientos, se retiraron las dos llorando y pude colocarme al lado del cuerpo. La tapa del ataúd, abierto, me llegaba al hombro, y no recuerdo bien cómo era por dentro. ¿Era acolchado? ¿Era liso? Los recuerdos del ataúd se desvanecen casi tan rápido como el recuerdo de su sonrisa. Ella estaba tumbada cubierta por una sábana, blanca o verde. Tenía las manos reposando sobre el pecho, tapadas por la sábana. ¿Estarían entrelazados sus dedos o crispados en garras? Probablemente no lo sepa nunca.

-Hola abuela.- se me quebró la voz y no pude continuar. Ya no era ella. Ella ya no estaba allí, este cuerpo era solo el huésped, el cuenco en el que ella estaba contenida, el recipiente. Además, ¿qué pensaba decirle, que venía a despedirme de ella para ir a casa a estudiar para los exámenes de la semana siguiente? De pronto todo me pareció una puta broma.

Me  agaché para darle un beso en la frente, pero me detuve unos centímetros por encima de la piel y le di el beso al aire. Si hay algo que puedo reprocharme el resto de mi vida es ese gesto. ¿Por qué lo hice? ¿Fue por el tenue olor a desinfectante? ¿Fue por la imagen de sus ojos mirándome inmóviles a través de los párpados? Le habían teñido el pelo la semana pasada, pero las raíces volvían a ser grises. ¿Acaso me sorprendió que el pelo de los muertos creciera el doble de lo normal? ¿O fue porque sentí asco de mí mismo por el giro de pensamientos morbosos sobre mi abuela?


Recuerdo que levanté la cabeza y retrocedí. Tengo recuerdos borrosos de que volví lentamente a la sala del velatorio, porque veía a través de una cortina de lágrimas. Todos lloraban, al menos un poco. Y quien no, fijaba los ojos en un punto entre el suelo y las paredes e intentaba recordar sus últimos momentos con un ser querido, y a los pocos instantes las lágrimas brotaban como las flores en primavera, de la nada.

Lloraba, pero era de dolor. Lloraba porque todo me parecía una broma. Lloraba porque me dolía no llorar por ella. Ella no está en el ataúd, el ataúd solo contiene un pedazo de carne que se pudre lentamente, que se parece a ella, que es la ella que aparece en las fotos y la ella que nos abrazaba, pero no es ella. Dejó de ser mi abuela en el momento en que ella abandonó el cuerpo, en el momento en el que el cuerpo se cansó de que otra mente decidiera por él y se autodestruyó.

¿Dónde están sus sentimientos ahora?- quise replicar -¿Dónde quedan sus recuerdos, adónde fueron sus deseos?

Parpadeé y dejé que se deslizasen mis lágrimas por las mejillas. Al llegar a la barbilla dieron un salto y se estrellaron contra el suelo.

¿Llorábamos por la pérdida de seres queridos? Desde luego ellos ya no estaban allí, habían dejado atrás los pedazos de carne con los que un día aprendieron a comunicarse y con los que fueron conocidos en un primer momento, pero eso no es nada. Lloramos porque las personas que conocemos han perdido el cuerpo, se ha perdido la conexión entre ellos y no nos volverán a hablar. Lloramos porque nunca conocimos sus voces, más que las que producía ese cuerpo extraño que los contenía.



La muerte de un ser querido siempre es un golpe seco; es un tropezar con tus pies, los mismos que el minuto anterior se desplazaban rectos y sin errores, y que ahora te han tirado al suelo.

Cuando muere un ser querido, los pensamientos locos siempre llegan en bandadas, y por muy consciente que seas, los tendrás en un momento en el que no te parecerán locuras sino puentes a la persona que amabas y has perdido. ¿Son bandadas negras o los vemos oscuros porque los relacionamos con el mal? ¿Son bandadas negras o es la tristeza la que nos cubre los ojos y nos impide ver su luz? ¿Son bandadas negras o son los colores pálidos de los muertos, que no quieren quedarse solos?


Si las bandadas negras nos sacasen los ojos, ¿impedirían que soñásemos con sus rostros inmóviles cubriéndose de tierra? Si las bandadas negras aleteasen con fuerza, ¿conseguiría el chasquido de plumas arrancadas enmudecer las palabras del dulce pastor que descansa en la verde hierba? Si las bandadas negras
(si mi locura)
me picotease los antebrazos e hiciera jirones mis tendones, ¿seguiría sintiendo el cosquillear del miedo en mis venas aun cuando estas estuviesen vacías? ¿Seguiría escuchando el lento latir de un corazón que ya no es mío? ¿Seguiría llorando y gimiendo por las noches y despertarme con la almohada empapada en lágrimas? ¿O encontraría las respuestas a todas las preguntas en el silencio?




Esta entrada participa en la Iniciativa Hogwarts.

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